Me levanto temprano, demasiado para mí. He tenido un sueño corto, aunque reparador. El equipaje está listo, sólo nos resta desayunar y hacer los últimos preparativos. Los motores del coche arrancan; las puertas se nos abren y partimos.
Sé que nos espera un viaje largo, en torno a las ocho horas entre paradas y tentempiés. Eso no me preocupa. Antes lo hubiera hecho: cuando era pequeña los segundos se me estiraban desde dentro del vehículo, contaba y recontaba los kilómetros recorridos y los que quedaban por recorrer, preguntaba acerca de la hora una y otra vez. Elaboraba cálculos continuos con el fin de hallar el tiempo que me restaba, metida, encerrada, en la máquina con ruedas que corría entre campos yermos.
Hoy, solamente cierro los ojos. Me basta con eso, a veces incluso me sobra con permanecer quieta allí, navegando en mi yo. Pienso. Dejo que la música suene en mis oídos. O me dejo mecer, envuelta en el ronroneo del motor que se entrelaza con las palabras incomprensibles que nacen de la radio a borbotones. La cabeza recostada en el asiento, los ojos ahora abiertos, ahora cerrados; la mente primero vacía, luego blanca, después inundada y luego ya escuchando y oliendo prematuramente el océano que me espera, al final del trayecto.
Y así, sumergida en un remolino de sueños, de paisajes, de ficción y de realidad, el tiempo va perdiendo consistencia, se desmigaja en partículas polvorientas que zarandeo a mi antojo.
El paisaje comienza a variar, parece que no ha tardado mucho, y ya no sólo las llanuras pardas atraviesan la ventanilla de lado a lado, sino que empiezan a aparecer charquitos, cúmulos de agua, intentos de río... y mar, y cometas volando sobre la arena de la playa, y... mar.
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