sábado, 27 de agosto de 2011

La Eternidad: hermanos del tiempo

En la Eternidad, que existía antes de nuestro mundo actual, nada se movía. Nada avejentaba.


Los árboles quietos erguían sus ramas y las mostraban a un cielo muerto, que nunca cambiaba su vestido de día por su pijama de noche. Porque estaba desnudo.


El agua no discurría, el viento sufría parálisis. Había animales, aves en el cielo etéreo colgadas, sin estar sujetas. Inmovilizadas. Los perros ladraban un sonido sordo que no se oía. Las estatuas inundaban el mundo de quietud.


Pero, en un momento que no fue momento, un día que no existió, ocurrió.


Lo primero que se escuchó fue un sonido fino y sutil, aterciopelado y acuoso como los hilos de lluvia que en algunos lugares colgaban del viento enfermo.


El sonido creció. Se hizo cada vez mayor y, al cesar este, o puede que simplemente al empezar, la Eternidad dejó de existir. ¡Aquel sonido había violado las leyes! ¿Desde cuando llegaba a la Eternidad algo que empezaba y se acababa? ¿Qué atrevimiento era ese?


El atrevimiento de unas Ánimas Foráneas que, sin comerlo ni beberlo, surgieron en aquel apacible espacio... ¡moviéndose!


Parecían luces. Finas hebras luminosas. Brillantes y tenues como cabellos dorados, el siseo que producían se extendió temporalmente por el silencio eterno , el cual desapareció.


Algunos serpeaban por el suelo o trepaban por las ramas, las sombras, los animales, las personas hieráticas. El resto, como lluvia amarilla, parecían caer de arriba, de un “cielo” sin sol donde la luz no tenía ni origen ni fin. Atravesaban el ambiente, cual vestigios de flechas invisibles, y lo teñían de fulgores irisados.


Y nadie pudo ver como todos aquellos seres brillantes rebotaron en la tierra con intenso fragor y viajaron arriba, arriba, muy alto. Y comenzaron a girar entre ellos, jugando juegos de corros y corrillos allá arriba, componiendo un círculo majestuoso y brillante. El Sol.


Y todavía hoy siguen riendo y jugando en las alturas, en una algarabía de luces. Y aún ahora nos observan, como padres que nos dieron la vida. Como padres que nos dieron, literalmente, a luz.


Pero volvamos atrás, a la eternidad rota. Al origen del Sol.


Cuando los pequeños rayos juguetones nos avistaron desde lo alto y nos vieron allí, con gestos paralizados, con gestos eternos... algunos de ellos quisieron bajar. A ayudarnos. Abandonando sus pasatiempos, se lanzaron hacia la tierra en halos de luz, en rayos de sol.


Es difícil describir lo que ocurrió cuando, acarreando la energía entera que los rebasaba, hirieron la tierra.


Fue una intensa explosión de vida lo que allí acaeció, una cascada de vigor y de aliento que empapó todo lo que en su camino encontraba, y llenó de vida todo lo marchito.


Los seres con piernas comenzaron a caminar, goteando vida allí por donde pasaban. La natura inició su ciclo de sabiduría, y por sus venas fluyó la sangre cristalina de ríos y arroyuelos. Graznaron los cuervos, y alzaron sus siniestros vuelos negros; zurearon las palomas, y lanzaron sus alas blancas al renovado viento. Llovió. Las chispas de agua colgadas del cielo se llenaron de energía, precipitándose a un oleoso océano en el que los peces se fundían con su propio hábitat.


Finalmente, la amistad entre el Sol y la Tierra fue tan fuerte que esta última, contenta de verse libre, giró y giró en torno a su benefactor, agradeciendo los regalos que tan generosamente le había ofrendado.


Los días y las noches se sucedieron, vistiendo, ahora sí, al cielo de los más variopintos tonos. La vida propiamente dicha, tal y como hoy la conocemos, parecía despuntar con cada amanecer. Pero no era así. De hecho, la vida no nacía. No moría. No tenía albor. Ni hallaba su término. La vida existía. Simple y llanamente, estaba ahí. Era eterna. Lo único eterno que quedaba. Lo único que el movimiento no podía devorar.


El viento no era eterno. A veces cesaba su carrera, su soplo enmudecía, perdía el movimiento. Y ya no era viento.


La lluvia velaba el paisaje con su manto de reflejos, hasta que su movimiento se estrellaba en Tierra. Y entonces, ya no era lluvia.


Pero, ¿y la vida? La vida rebosaba por doquier. No había lugar ni esencia que se librase de ser poseído por ella.


Y por eso, la muerte solo existía... en las metáforas. Meras metáforas en las que las olas morían en la orilla, el canto de los pájaros fenecía con el ocaso, o la vigilia expiraba con el sueño. Las metáforas... ¿ qué eran, sino simples quimeras, que nada podían contra el Imperio de la Vida?


Por esto, los seres vivos disfrutaban de cómodas y largas existencias, interminables estancias en ese insólito planeta que habitaban. Y del cual aprendían. Muchas cosas.


Tan larga estadía había hecho del hombre, y de otras formas de vida, seres sabios. Criaturas de una exuberante erudición, que iba creciendo en la medida en que sus experiencias proliferaban. Y la Naturaleza se sentía abrumada. No era posible que ella, la Madre de todas las cosas, la que había cuidado de todas esas criaturas, fuese superada por ellas...


... de una forma tan sencilla.


De manara que comenzó a trazar planes. Eran planes mordaces, que Natura tejía entre sus raíces nervudas, pero que pronto fracasaban por su extrema inocuidad. Huracanes, terremotos... Sí, acababan con algunas de esas criaturas, pero aun así... necesitaba más. Y un día, Natura conoció al Tiempo.


Y el amor que se inflamó en ellos fue mutuo.


Natura jamás había conocido semejante forma de vida. Había llegado a pensar que jamás encontraría nada comparable a ella, nadie con quien poder compartir su complicada vida, su intrincada razón de ser...


Pero delante de ella, si es que es posible que un alma permanezca enfrente de otra, se hallaba el Tiempo. Era obscuro, irradiaba poder. Su aura negra la acarició misteriosamente, y Natura no pudo evitar dejarse llevar. Dejarse engullir por él. Eran tan distintos, y a la par tan iguales.


Natura no tardó en quedar fecunda, y el Tiempo se encargó de que el nacimiento de sus hijos no tuviera demora. Ella deseaba ser Madre, Madre nuevamente... Esperaba que aquellas criaturas fuesen mejores a las otras, que no intentaran superarla. Deseaba que llegaran pronto, al tiempo que sentía incomprensibles escalofríos. Descargas de temor.


Y pronto llegaron.


La Natura misma presenció como sus hijos, uno a uno, germinaban de su seno. El Tiempo también. La abrazó con ternura, arropándola en la intensa negrura de su aura, y se dice que aún hoy el abrazo persiste.


Los hijos se parecían a su padre. Eran negros como profundos hoyos, pero muy pequeños. Y unos menudos colmillos ladinos descollaban en sus fauces. Natura se asustó.


Pero ya era tarde.


Intentó zafarse del abrazo del Tiempo. Deshacerse del aluvión de hijos que todavía brotaban en su seno. Pero la maldición ya había caído sobre ella, y su letal ahogo era ahora ineludible.


Segundos, Minutos, Horas. Los hijos del Tiempo eran perversos. Como su padre. Aprisa se apoderaban de todo cuanto encontraban. Y lo devoraban. Despacio, pero sin descanso. Incluso a su propia madre. La que los tuvo en su vientre. La que les había dado la vida.


Y, definitivamente, mataron a la Eternidad. Y conquistaron el Imperio de la Vida. Y la muerte...


... ya no fue solo metáfora.


Captura de la Imagen Flash Que Nunca Termina, "Zoomquilt2
***


Minerva no lograba dejar de llorar. La historia, lejos de consolarla, la había conmovido hasta tal punto que las lágrimas parecían aflorar directamente desde su corazón. Alzó la cabeza y se sintió atrapada por la mirada de aquella joven de ojos castaños y brillantes, con un atípico matiz ancestral.


Minerva entornó los ojos.


—¿Quién eres?– preguntó, sosteniendo apenas durante unos segundos la mirada de la extraña.


Ella tardó en contestar. Con un ágil movimiento, reunió su larguísimo pelo color canela en un moño. Después contempló a Minerva largo rato, como si estuviera elucubrando sobre las posibles respuestas.


—¿De verdad te interesa saber quién soy? ¿O te basta con mi nombre?


La extraña observó a Minerva, a sus ojos enrojecidos, y vio con claridad en ellos angustia, dudas... y preguntas. Muchas preguntas. Sin respuestas.


Y de improviso Minerva, hasta entonces sentada en una silla, se deshizo en sollozos. Y se arrojó, desconsolada, sobre el anciano que reposaba a su derecha. Quería decir tantas cosas... Ansiaba llorar, ansiaba gritar. Maldecir, desfogarse. Todo eso a la vez oprimió sus pulmones, su garganta... las palabras se atascaron, y Minerva no fue capaz de hacerlas salir.


—¿Por qué lloras, Minerva?– susurró la voz suave de la intrusa.


Minerva, que temblaba bajo la intensidad de sus sollozos, quedó inmóvil de repente. Lentamente giró la cabeza hacia la joven. Sus ojos destilaban auténtico recelo.


—¿Aún eres capaz de preguntarme eso?– inquirió, desafiante– ¿Eres consciente de que ni tan siquiera sé tu nombre? Además, ¿es que acaso no te has dado cuenta? – Minerva, realmente alterada, se había incorporado y las palabras fluían ahora de sus labios como dagas, dispuestas a enfrentarse a lo que fuera–. ¡Mi abuelo está...!– Minerva no terminó de gritar esa frase. Bajó la voz y añadió, con voz quebrada–:... muerto.


—Ya lo sabía– dijo la joven, sin alterarse–. Únicamente deseaba que meditaras un poco más tus razones.


La extraña deslizó su mirada hacia el suelo, en silencio, y añadió en voz muy baja:


—Me llamo Éter.


Minerva no habló. Le impresionó la súbita afirmación, el nombre que acababa de oír. Pero nada más. No había nada que decir. Así que ambas se hundieron en un silencio profundo. Y, mientras Éter pensaba, Minerva dejaba que su mirada caminase por el cuerpo inerte de su abuelo.


La estancia que les había sido asignada en el hospital contaba con una sola ventana, muy pequeña, y la luz blanquecina entraba tenue por ella, con timidez. El color azul de las paredes le recordaba a Minerva el cielo, y la cama una densa nube de blancura. Sin saber por qué, aquellos colores despertaban en ella una amargura insondable.


Éter meditaba. Su naturaleza le impedía ejecutar cualquier acción sin antes haber sopesado todas y cada una de sus posibles consecuencias. Estaba serena. Ella entendía la muerte; conocía sus secretos y de ninguna manera le acobardaba. Sabía que la historia que acababa de contarle a Minerva era verdadera. Entendía, también, que la chica viera en ella una simple leyenda. A pesar de que no lo era en absoluto.


—¿Conoces la razón por la que entré en esta habitación, y no en otra?– preguntó.


De la boca de Minerva no salió sonido alguno. No obstante, sí lo hizo de sus ojos una lágrima.


—Soy Éter, la eterna– la extraña clavó en Minerva una mirada, sin evitar dejar caer en ella un rastro de orgullo–. La única que superó en sabiduría a la Madre Natura, y venció a sus hijos. O lo que es lo mismo, a nuestros hermanos. A “tus” hermanos.


Esta vez, Minerva levantó la cabeza para mirar a Éter. Parecía haber en su rostro una huella de admiración. Sin embargo, masculló:


—Estás loca.


Entonces, Éter abrió mucho sus grandes ojos castaños, extendiendo un abanico de pestañas.


—Vine a ti para ayudarte– observó a Minerva con desprecio–. Los mortales sois necios.


Minerva bufó.


—Vete– dijo.


—Tú no puedes verlos– continuó Éter, ignorándola–. Lo rodean todo, lo arrasan todo. Como una enorme marea de mugriento petróleo. Incluso a ti te cubren. Apenas se te ve bajo su manto renegrido– Éter apuntó su dedo índice al brazo de Minerva–. Yo veo como te van arrancando la vida, cachito a cachito, como hicieron con tu abuelo...


—¡BASTA!– bramó Minerva–. ¡BASTA, BASTA, BASTA!


Se levantó con brusquedad, de manera que la silla resbaló por el suelo aparatosamente y osciló unos segundos sobre sus patas traseras, hasta estabilizarse con un estrepitoso golpe.


La furia de Minerva se derramó sin control, y también sus aullidos y gritos frenéticos.


Cuando la enfermera llegó encontró únicamente a Minerva, extremadamente nerviosa. Varios objetos yacían diseminados por la habitación. La chica, perturbada, vociferaba una letanía de injurias.


—¡Vete, vete! ¡Déjanos en paz! ¡Estás loca! ¡Vete, vete, vete, vete...!


Y, eventualmente, cesaban sus bramidos y Minerva se observaba, despacio, minuciosamente, como si buscara algo entre los pliegues de su atuendo. Y tornaba a gritar entre gemidos, mientras se sacudía con angustia:


—¡No me comáis, no! ¡Malditos!


A la enfermera le llevó un tiempo aplacar la cólera que rebasaba a la joven. Logró hacerla sentar en la silla y la apaciguó, mientras una pena honda martilleaba su pecho. Adecentó el cuarto y se marchó, pero antes lanzó una última ojeada a la joven, que respiraba agitadamente y tenía el rostro encendido. “Pobre chica”, se dijo para sí. “Su abuelo era lo único que le quedaba. Me gustaría poder hacer algo por ella.”


La mujer se detuvo. La idea que se le acababa de ocurrir la había impactado a ella misma. Pero una cosa era cierta: llevaba tiempo suspirando enardecidamente por tener a alguien que destituyera su soledad de una vez por todas... En un repentino arrebato, se volvió y recorrió el corredor con apremio, en dirección a la habitación de Minerva.


Lo que se encontró cuando abrió la puerta la sobrecogió.


Un silencio espantoso gobernaba la sala. Minerva, pálida como una flor de azahar, tendida sobre el lecho de su anciano antecesor, circundaba su cuello con ambos brazos. Sus manos, gélidas, se apretaban una contra otra, crispados los dedos.


Su cara arrasada por las lágrimas se encontraba en extraño letargo.


Se diría que los hijos del Tiempo le habían despojado con sus colmillos de un trocito de corazón.

martes, 16 de agosto de 2011

La insoportable levedad del ser; de Milan Kundera

"El hombre nunca puede saber qué debe querer, porque vive sólo una vida y no tiene modo de compararla con sus vidas precedentes ni de enmendarla en sus vidas posteriores.
[...]
No existe posibilidad alguna de comprobar cuál de las decisiones es la mejor, porque no existe comparación alguna. El hombre lo vive todo a la primera y sin preparación. Como si un actor representase su obra sin ningún tipo de ensayo. Pero ¿qué valor puede tener la vida si el primer ensayo para vivir es ya la vida misma? Por eso la vida parece un boceto. Pero ni siquiera boceto es la palabra precisa, porque un boceto es siempre un borrador de algo, la preparación para un cuadro, mientras que el boceto que es nuestra vida es un boceto para nada, un borrador sin cuadro."


SINOPSIS
Es ésta una extraordinaria historia de amor, es decir, de celos y de sexo, de traiciones y muerte, y también de las debilidades y paradojas que marcan la vida de dos parejas, la compuesta por Teresa y Tomás, y la de Franz y su amante Sabina, cuyos destinos se entrelazan irremediablemente. En esta novela ya clásica, el lector penetra  en la trama  de actos y pensamientos que el autor va tejiendo con diabólica sabiduría en torno a sus personajes. Una trama en la que los celos de Teresa hacia Tomás, el terco amor de éste por ella pese a su irreflenable deseo de otras mujeres, el idealismo lírico de Franz ante de Sabina, y la necesidad de ésta, amante también de Tomás, de perseguir una libertad que tan sólo la conduce a la insoportable levedad del ser, se convierte en una lúcida reflexión sobre los problemas filosóficos que afectan a nuestra existencia. 
Se trata de una historia bien escrita, plagada de reflexiones sobre la vida. Me ha parecido que el desarrollo es un poco confuso, dando saltos en el espacio y en el tiempo que muchas veces me desconcertaban. Me daba la sensación, a veces (que recuerde, me ha pasado en dos ocasiones), de que una vez terminado un capítulo, en el siguiente se volvía al punto de partida del anterior, y los hechos se desarrollaban de forma totalmente distinta. O se narraban unos hechos, y a la página siguiente se narraban otros que no cuadraban con los anteriores. Sólo cabía imaginarse que los anteriores eran un sueño del personaje, porque si no no había manera de explicárselo... o soy yo, que no me aclaro. En definitiva, algo confuso y muy repetitivo... Parece que todo son pegas, la verdad, pero el hecho es que no lo he pasado mal leyendo y tenía pasajes verdaderamente interesantes.

El personaje de Tomás se tornaba contradictorio en mi mente, pues un hombre que necesita estar con varias mujeres diarias no es precisamente mi prototipo de hombre perfecto... más bien lo es al contrario. Odio ese tipo de hombres, claro está. Y tampoco hace falta que necesite varias mujeres diarias para odiarlo: con una a la semana, o menos, me basta para experimentar ese sentimiento. Y el quid de la cuestión llega cuando no podía odiarlo. No sé cómo se las ha arreglado Kundera para presentarlo de un modo que no lo odie. Tal vez, explique de forma tan clara y sincera sus sentimientos que uno puede llegar a comprenderlo... ¡Incluso, sentir lástima de él!

El otro personaje con que he confraternizado más es Teresa que, amando a Tomás con toda su alma, tenía que soportar día a día sus infidelidades. Ella y su perrito Karenin (que la hace compañía en ausencia de Tomás) aportan el lado inocente y tierno a la narración. Sobre todo al final, donde ciertos tristes acontecimientos ocurren, y para mi gusto es una de las partes mejor conseguidas.

Los demás personajes no han calado mucho en mí... Os dejo con este trailer de una película que se ha hecho basada en el libro. No la he visto, pero parece que el tráiler logra captar más o menos la esencia de éste. Cosa meritoria, por cierto, ya que mientras lo leía me decía: "¿Se habrá hecho película de esto? Con lo lioso que es, tiene que ser un poco difícil".




Valoración:



domingo, 14 de agosto de 2011

Muerte de tinta; de Cornelia Funke

"[...] ¡he ahí el problema de ese mundo!, que en el fondo era infantil. ¿Por qué le había gustado tanto ese libro cuando era pequeño? ¡Precisamente por eso! Pero ahora era adulto, y ya iba siendo hora de que ese mundo también creciera."


SINOPSIS
En el fulminante final de esta trilogía sobre el Mundo de Tinta , hay sombras negras en Umbra... Han pasado solamente pocas semanas desde que las mujeres Blancas se llevaran a Dedo Polvoriento con ellas. Meggie y sus padres viven en una finca abandonada y pacífica que hace casi olvidar las pesadillas que pasaron en el Castillo de Noche, aunque cuando oscurece y Meggie mira impaciente por la ventana esperando a Farid escucha el grito de un grajo... Entonces su padre desaparece en el bosque...
«Se dice que son novelas juveniles, pero yo conozco muy pocos textos que sean mejores y más exigentes que estas obras de Cornelia Funke.» (ARD, TV alemana)
Llevaba meses (tal vez años) en mi estantería, a la cola de otros muchos libros, pero tenía que leerlo YA o me haría demasiado mayor para él (de hecho, es muy posible que ya lo sea). Corazón de tinta me apasionó (si hubiera aparecido aquí lo hubiera hecho con un hechizante ¡Bibliofilosis letrae! como valoración). Fue un libro que adoré, veneré, idolatré... y todos los sinónimos que se os ocurran. Me llegó al alma. Me acuerdo que mientras que lo leía lo trataba con sumo cariño, como si fuera una adorable mascota, o un amigo muy querido. Después llegó Sangre de tinta. Ese me gustó, pero un poco menos. Luego, tras un amplio espacio de tiempo en el que se me olvidó toda la trama, me tenía que poner con éste. Y me daba mucha pereza. Pero se lo debía a la trilogía. Se lo debía, sobre todo, a Corazón de tinta: ese libro que me cautivó, porque en él encontré reflejado un trozo de mi propio ser.

Esta vez, la cita del libro tiene un significado especial: ¡refleja mi propio pensamiento! Así que aquí estoy, poniendo ya punto y final a una etapa de mi vida. Tal vez no vuelva a leer libros tan juveniles como este (o sí, quién sabe). Me estoy haciendo mayor... Lo he notado porque la trama me parecía muy sencilla. Más o menos sabes que no puede pasar nada muy grave. No es un libro de adultos, sino de niños a partir de 12 años... así que poco puedes esperar. Por eso lo leí paralelamente a otro libro, por si me era demasiado pesado. Al principio me costó introducirme en la historia y recordar quién era cada personaje y su pasado. Me ayudé un poco con el índice de personajes, pero aún así no era lo mismo. La ventaja que suelen tener las terceras partes es que los personajes te son ya conocidos y queridos, has vivido muchas aventuras con ellos... pero en este caso de poco servía, si no me acordaba de qué aventuras eran esas. No obstante, poco a poco conseguí hacerme con él y el ritmo de la lectura fue en aumento. Con el tiempo, encontré en él retazos, pequeños fantasmas que evocaron el ambiente de Corazón de tinta, ese ambiente de amor a las letras que guardaba en él parte de mí misma. Aunque sea un argumento dotado de la sencillez propia de los cuentos para "niños", me reencontré con ese lenguaje peculiar de Cornelia Funke (el lenguaje de la ternura y de lo mágico) y todo fue un poco más familiar y un poco más fácil.

Otra razón que tenía para leerme este libro, por cierto, ¡es que lo tengo firmado por la autora! Lo compré en una feria del libro de cuyo año no quiero (puedo) acordarme, y ella estaba firmando ejemplares... No es que la mujer se esmerase mucho en la firma (Para [Caminante]! Concha.), pero se la perdona por no entender español (había una traductora que la ayudaba un poco).

Una de las cosas que me ha atraído, es la forma magistral en que la autora hace que sus propios personajes especulen acerca de cómo terminará su historia. Ellos mismos, haciéndose eco de nuestros pensamientos, no paran de hacerse preguntas en relación a su posible destino: ¿moriré? ¿morirá? ¿se enamorará fulanita de fulanito y vivirán felices y comerán perdices? ¿o, por el contrario, se saldrá con la suya el malvado menganito?

Y lo malo, la traducción. He encontrado bastantes palabras repetidas y expresiones mal construidas. Espero, errores que se irán corrigiendo en sucesivas ediciones.

En definitiva, creo que este libro se merece que lo califique de:



martes, 9 de agosto de 2011

¡Bibliofilosis letrae!

Este es el tipo de cosas que se dicen cuando uno comienza su propio blog. Pero así es más original y, además, ¡sirve como celebración de Aniversario! Es perfecto, perfecto. Excelente...
No hago este tipo de cosas frecuentemente. No las he hecho nunca. Y, ya que estamos, no pensaba hacerlas. Pero, aquí estamos. Nunca se sabe lo que la mente humana es capaz de hacer. Nunca digas nunca.
Pero... ¿qué? ¿Voy a decir de una vez de qué estoy hablando?
Acabo de ver, así por casualidad, que ayer este blog cumplió 3 añitos:

Y volvemos a lo de la mente humana... ¡Que a mi no me gustan tanto los bebés! Sí, pero la foto me venía al pelo, jo.
A lo que iba. Voy a aprovechar este "evento tan importante" para contar unas pocas cositas acerca del blog. Todo lo que consiga recordar. Lo poco que consiga recordar. 

La razón
Bibliofilosis letrae surgió en agosto del 2008 como... ¿un intento por paliar el aburrido verano? ¿uno de los varios amagos de blog que han ido naciendo y muriendo a mis manos? Intento ahora recordar lo que aquel verano pasó. Tal vez así encuentre una razón de más peso. Veamos... (haciendo cálculos) 
... 
... 
...
¡Sí! Fue exactamente el verano previo a mi ingreso en la Universidad. Un verano importante, sí señor. Por aquel entonces estaba a la espera de un mundo nuevo. Intuía que mi vida cambiaría de una forma más o menos radical. Lo que era seguro era que cambiaría. Es decir, que fue un verano emocionante. Un verano inspirador. Por encima de todo, un verano largo. Porque los veranos que preceden al ingreso en la Universidad, suelen serlo. Por eso, sí, por eso puede que surgiera Bibliofilosis letrae. En fin, por un cúmulo de circunstancias, como todo. 
¿Que de donde narices saqué ese nombre?

El nombre
Bibliofilosis letrae. Bibliofilosis letrae. Me sigue encantando. Jamás he inventado un nombre que me encante en el momento de su creación y me siga encantando como al principio (si cabe, todavía más) 3 años después. Suena a hechizo. Y también suena a enfermedad. Me gusta la magia, y la medicina. Así que, ¿por qué no? Lo de que suena a hechizo lo he notado más posteriormente. Pero cuando surgió pretendía nombrar una enfermedad. La enfermedad que tenemos todos los lectores.
Y claro, no todo esta escrito... aún. Eso no sé de dónde salió, mas posiblemente no haya detrás de esa frase ningún complejo proceso de elaboración. Seguramente surgiera en mi mente, nacida como una hierba silvestre de la tierra sin cuidar. Me pareció una hierba bonita, y ahí la dejé. Ahora que lo pienso, ya sé de dónde puede derivar de forma inconsciente. De eso que se dice del destino: ¿está o no escrito? Pero nada tiene que ver eso con el blog. Así pues, que quede como curiosidad.

El propósito
Pues ha salido bien. Mejor de lo que pensaba. Al menos, la cosa sigue en pie. Y últimamente, más activa que nunca. Poco le afectan a Bibliofilosis letrae, por el momento, los pocos comentarios que recibe. Ya que, aunque un blog se alimenta de tus comentarios, como suele decirse, también lo hace de otras cosas: véanse las ganas de escribir, el aburrimiento, el afán por coleccionar entradas aunque solo las lean fantasmas... de su creador. Eso es otra cosa que me he planteado poner en el margen del blog en contadas ocasiones. Sí, eso: lo de que se alimenta de tus comentarios. Pero lo pone todo el mundo. Todos lo saben. Si no comentan, es porque no quieren. O no pueden. Yo misma, que también lo sé, tampoco comento. A veces solo paso como un fantasma sobre las entradas de los demás. Por eso no os culpo. Aunque sí espero que por mi blog también pasen muchos fantasmas.

El contenido
Los ingredientes de Bibliofilosis letrae son las letras. Contiene letras como protagonista principal. Los actores secundarios son las imágenes o los vídeos. Aunque digan que una imagen vale más que mil palabras, a veces sucede lo contrario: las palabras organizadas por el poeta adecuado pueden evocar cosas que una imagen es incapaz de expresar. 
En un principio, Bibliofilosis letrae fue creado para mostrar letras organizadas de distintas formas. Habría en él pequeños escritos míos, reseñas de libros, y lo que pudiera surgir. Pero, al comprobar que me volvía poco prolífica en cuanto a escritos, han ido surgiendo nuevas secciones (las que aparecen a la derecha de la página). Comento algo de las que tienen algo que mencionar:
*Lectura fue de las primeras en nacer, como ya he dicho. Desde el principio, me gustó incluir una cita de cada libro que iba leyendo acompañado de un puñado de impresiones (a veces, este puñado era demasiado pequeño, lo confieso). De entonces a esta parte me he dado cuenta de que, tal vez, mis reseñas no sean de lo mejorcito. Algunas demasiado cortas. Otras demasiado superficiales. En mis reseñas, escribo lo primero que se me viene a la mente acerca de lo que he leído (como estoy haciendo ahora, más o menos). No me preocupo en exceso de hacer un análisis minucioso de todo. Y no dispongo del tiempo suficiente para ello, con lo cual poco he podido cambiar de eso. No obstante, sí que ha cambiado algo recientemente: añadí la sinopsis bajo la portada del libro, así como una puntuación subjetiva. Eso es algo que no me cuesta ningún esfuerzo. Y yo, en lo primero que suelo fijarme de un libro (a parte de su portada) es la sinopsis. Por eso lo consideré importante. Respecto a esto, como curiosidad, cabe mencionar la puntuación máxima otorgada a un libro (5/5). Cuando un libro me gusta mucho, me encanta y me hechiza. Es como si el libro sacara una varita mágica, apuntara hacia mi pecho y exclamara:

*Redacción es una sección que me pareció interesante y fácil de rellenar: no tenía más que copiar lo que escribí en mis años mozos. Cuando una sección me parece "interesante" significa: "si un bloggero escribiera este tipo de cosas en su blog, me resultaría muy curioso".
*Narración, poema, artículo, diario... son todas ellas secciones en las que se encuentran combinaciones especiales de letras inventadas por Caminante (moi). Básicamente, pensaba incluirlas en el blog desde el principio, bajo uno u otro etiquetado.
*Película es de aparición muy reciente. Se me ocurrió que, al igual que comentaba libros, podía comentar algunas de las películas que iba viendo. Pero, a diferencia de lo que hago con los libros (me obligo a hablar de todos y cada uno aunque sea brevemente), las películas no las comento todas, sólo las que tienen suerte de presentarse ante mis pupilas en el momento en que a mis dedos les apetece teclear mi opinión sobre ellas.
*Fotos es la sección más joven y a la vez la más vieja. Nació en paralelo a Bibliofilosis letrae, en forma de blog independiente (El pasillo de los mil cuadros), pero recientemente lo he querido hacer aparecer como si se tratara realmente de un apartado más de Bibliofilosis letrae. (Me entendáis o no, todo es cuestión de perspectiva.)
*Sueños es una de mis partes favoritas. Me divierte narrar mis propios sueños siempre que soy capaz de recordarlos con suficiente detalle. Es otra de esas secciones "interesantes": siempre he sentido curiosidad por conocer los sueños de la gente. No,  no me dedico a interpretarlos. Pero creo que reflejan una parte de la persona, que tienen algo que ver con lo que ha vivido y con el mundo interior de cada uno. Bueno, sin complicarme tanto la vida: me gustan los sueños porque son raros, y soy coleccionista de cosas raras.
(Tengo que decirlo: hoy he soñado con un perro que tenía cara de tejón)

La evolución
Ahora me arrepiento de no haber guardado ningún recuerdo de mis anteriores blogs. Una captura de pantalla, una imagen, un nombre en la memoria... Nada. De ellos sólo ha quedado un recuerdo difuminado en mi mente. Como un paisaje nublado. 
Lo que sí puedo decir es que este blog no siempre fue así. Al principio, la portada era distinta. El fondo era distinto. Y el diseño, también. Cambié varias veces su apariencia hasta dejarlo tal y como ahora está y, de momento, estoy plenamente satisfecha con su aspecto, sencillo y lleno de color. 

El significado personal
La mascota que nunca podré tener (hasta que sea "mayor" y tenga mi propia casa). El desván de los recuerdos. Mi rincón secreto. El álbum de coleccionar letras. En alguna de estas formas, invariablemente, se presenta Bibliofilosis letrae ante mi. 


Y dicho esto, solo queda agradeceros a todos los fantasmas y cuerpos materiales que os paséis por aquí, que contribuyáis con vuestra miguita espiritual o corpórea a que esta pequeña criatura de 3 años no se sienta sola

sábado, 6 de agosto de 2011

Atropello

Circulo con mi madre en un coche, ambas en los asientos delanteros. Yo a la izquierda; ella, a la derecha. Pero, a pesar de eso, es ella la que conduce. ¡Yo no tengo carnet! Entonces, ella se pone a rebuscar en su bolso. No sé exactamente qué. Pero busca y rebusca, apartando los ojos de la carretera. "Mamá, deberías estar atenta a la carretera", le digo. Pero no me hace caso. Y su bolso parece que no tiene fondo. Así que (qué remedio) asumo aunque sea el control del volante. Porque ella pisa el acelerador, pero ni frena ni nada. El coche avanza, siempre adelante. Lo único que puedo hacer para que no choque es conducirlo por el buen camino... En ocasiones parece que estamos a punto de chocar, pero al final resulta no haber ninguna curva, y apenas necesito mover el volante. Estamos teniendo bastante suerte de ir en linea recta... por el momento. Mi madre sigue con la mirada baja, hacia su bolso abierto.


Creo que son tres personas las que vienen directamente hacia nosotras. En nuestra misma dirección, pero en sentido contrario. Pasean tranquilamente hacia nuestro coche. "¡Si no hay paso de cebra!", es lo único que me da tiempo a pensar. También me invade el terror, y la culpa empieza a llegar para aposentarse en mis entrañas y retorcerlas. "¡Mamá!", grito. "¡Frena!". 






Demasiado tarde.


Los cuerpos de dos personas se precipitan hacia el parabrisas con un fuerte golpe; yo cierro los ojos. No quiero verlo. No, no quiero ver sus cuerpos.


Es extraño, porque el cristal  no se ha roto (tal vez se haya rajado un poco o se haya hecho un agujero del tamaño de una piedra pequeña), pero encima de mi regazo yacen las dos personas atropelladas. Como si hubieran atravesado el cristal en su precipitación. Y no me atrevo a mirar abajo. Siento su peso sobre los muslos, su presión sobre las rodillas, pero no quiero ver el estado en que se encuentran. La culpabilidad me atenaza. El coche está parado. Mi madre no dice nada por unos instantes interminables. Y la culpabilidad, sobre todo la culpabilidad. Hemos atropellado a dos personas por no ir atentas. "No es mi culpa, es mi madre. Además, no iban por el paso de cebra". Ese pensamiento era lo único que mitigaba la culpabilidad.


Mi madre dice que los llevaremos al hospital. Y hacia allá vamos. Yo temo que no aguanten vivos hasta allí. O que estén muertos ya... Entonces se empiezan a mover. Por lo menos uno. Siento sus dedos como garfios clavarse en el dorso de mi mano y, al alivio de sentir que sigue vivo, se suma una sensación extraña, como de miedo inseguro. ¿Qué buscan aquellos dedos al clavarse en mi mano? ¿Ayuda? ¿Venganza? ¿Odio? 






¿Sabe aquella persona que, aunque no iba por el paso de cebra, ha sido atropellada porque la conductora del coche estaba mirando su bolso en vez de la carretera?


Si buscan ayuda, no puedo dársela. No sé como ayudar. ¡Ni siquiera soy capaz de mirar su cuerpo! Tengo miedo de ver una cara llena de sangre, un miembro torcido, o un hueso asomando roto a través de carne y piel rasgadas. 
Y si esos dedos quieren transmitirme odio... lo están consiguiendo, porque su odio me hace sentir más culpable aún.


Me aferro a la idea de que es ayuda lo que me están pidiendo. Entonces utilizo mis dedos para acariciar con ternura el dorso de su mano. Sea de quien sea la mano cuyos dedos reclaman mi atención. Sin hablar, quiero transmitir a esa mano que no puedo hacer nada, pero que pronto llegaremos a un lugar donde podrán ayudarla.


Y llegamos. Hay muchas ambulancias, y muchos médicos. Circulamos entre ellos, paramos, mi madre explica la situación (sólo dice que han sido atropellados, pero no por quién). Y el médico, vestido con las ropas llamativas y fosforescentes del SAMUR, dice que no puede atendernos. "No, señora, debería habernos llamado desde el lugar del accidente, hubiéramos ido allí, y habríamos atendido a los heridos. De esta forma, no se hacen las cosas." ¿Por qué? ¿Es que sospechan algo? Vuelve el miedo y la culpabilidad. ¿Y si, después de todo, nos obligan a volver al lugar para ver lo que ha pasado, y descubren por la disposición de la sangre y de los trozos de cristal (o quién sabe de qué cosa), que nosotras y sólo nosotras somos las culpables?


Pero al final cede (menos mal) y comienza a atender a los atropellados. ¡Resultaba que no están tan mal! Contemplo, sin salir de mi asombro, como se levantan y caminan por sí mismos mientras los médicos les examinan. Aún así, en ningún momento llego a ver sus caras. Sólo recuerdo la ancha espalda desnuda de uno de ellos, tal vez un hombre muy grueso, al que tuve que sujetar para que no cayera hacia atrás.