Viajo en tren. A mi lado, va mi profesor de psicología. Me lleva con él a visitar tierras exóticas. Por la ventana desfila el paisaje: praderas y colinas de un suave verde, salpicadas de plantas y de árboles. Todo es hermoso, hasta que me sorprende una insólita imagen: en una de las praderas, varios personajes están incinerando cadáveres. Los tumban en camillas y les prenden fuego, y a medida que se consumen van languideciendo y cayendo al suelo. A pesar de lo que uno se pueda imaginar, no es una visión macabra, sino que todo ocurre de forma limpia y tranquila.
Ahora he llegado al destino. Junto con varias compañeras que también venían conmigo, me llevan a una construcción, perteneciente a la población indígena del lugar. Allí dentro recorremos una serie de habitaciones, donde podemos aprender distintas peculiaridades de la cultura de esas gentes. Uno de esos habitáculos está alumbrado con una luz anaranjada y tenue, y en su interior hay muchos indígenas vestidos con extrañas ropas. Algunos llevan máscara y la mayoría se maquillan de colores vivos. Parece que se preparan para alguna celebración. También hay una muñeca extraña colgada en la pared, que recuerda a las máscaras y colores vivos que llevan los indígenas. Alguna de mis compañeras pregunta acerca del significado de esa muñeca.
Después me encuentro subiendo con mis compañeras por una carretera. Es una carretera espiralada que asciende alrededor de una montaña. A mi izquierda, en el lado cóncavo de la carretera, se apelotonan las fachadas de los edificios, con sus puertas y ventanas. La carretera es estrecha y no tiene acera. A mi derecha, en el lado convexo de la curva, una vez que termina el asfalto, el terreno desciende para precipitarse a un profundo abismo, y más allá vuelve a resurgir en forma de altas y suaves colinas tapizadas de vegetación, de ese verde suave ya mencionado. No hay barrera alguna de separación entre la carretera y el abismo. Además, todo lo que acabo de describir ha de imaginarse bañado en negro, porque en el momento en que camino por la carretera es noche cerrada. Por añadidura, a veces vienen coches hacia nosotras. La carretera es estrecha y hay que apartarse para que los coches puedan pasar. El problema es que los coches, aunque lleven luz dada, son muy difíciles de ver. Muchas veces la luz es débil y además sólo se ve en un determinado ángulo. De manera que, en un momento determinado, creo ver un débil destello dorado cerca de mi, que luego desaparece, y apenas me da tiempo a apartarme hacia el lado del precipicio para no ser atropellada cuando el coche me pasa rozando. A partir de ahí suceden muchas cosas un poco confusas. Pienso en la compañera que camina detrás de mí, en avisarla del coche, pero o no me da tiempo o no considero necesario hacerlo. El caso es que, cuando aún me estoy recuperando del susto e intentando no caer al precipicio, escucho un golpe de coche contra carne y un grito fuerte, agudo y breve detrás de mí, en el lugar donde debería haber estado mi acompañante. Luego, silencio. Me asusto, pido socorro, y me cuelgo del precipicio con ambas manos. ¿Por qué tal temeridad? Creo que pretendo apartarme al máximo de cualquier coche que pudiera pasar y empujarme. Paradójicamente, pienso que estaría más segura en el precipicio que en el lugar desde el cual podía caer a él. Las demás acompañantes se han apartado sin problemas y están a salvo en el lado de las fachadas. Dicen que van a buscar ayuda, porque al estar todo tan oscuro no sabemos lo que ha pasado. ¿Por qué ha gritado la chica? ¿Le ha pillado el coche? ¿Ha caído por el precipicio? Mi parte racional me dice que es lo último, pero hasta que no lo vea con mis propios ojos me niego a pensar en ello. No tengo que esperar mucho para que vengan. Me levanto en medio de la carretera y, a la luz que traen, veo lo que no quería ver: la carretera completamente vacía. Ni rastro de aquella chica que ha gritado. No hace falta decir nada, ni asomarse al precipicio, porque sabemos que la única pista que encontraremos será negrura insondable.
Se hace una misa por los muertos. Sí, al parecer han caído dos. Yo siento una tristeza indiferente. Ninguno de los muertos es muy íntimo mío. La misa es al estilo de los indígenas de la zona. El que la oficia es un hombre de mediana edad, canoso, con cara de buena persona y voz amable. Yo estoy en primera fila, y en un momento determinado me pregunta si tengo algo que decir, a lo que le contesto que no. Después, pide a los presentes que digan cualidades de los difuntos (cualquier cualidad, no tiene por qué ser buena). Algunos levantan la mano y responden, y el hombre va apuntando lo que dicen en una pizarra. Al final de la misa me levanto, y por primera vez pienso de verdad en lo que ha pasado. De verdad, porque me doy cuenta de que una de las personas que ha muerto es una amiga mía. Así que mi tristeza indiferente pierde un poco de su indiferencia.
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