Hasta que se cerraban las puertas del subtrén, para sus pasajeros existía el ruido de la maquinaria y de la muchedumbre que entraba y salía. Después de cerradas parecía que todo se sumergía, y en el agua flotaban los ecos de la superficie y las palabras amortiguadas de quienes buceaban en ella. El interior del subtrén era un mundo aparte, detenido, impermeable a todo cuanto pudiera estar sucediendo más allá de sus cilíndricas entrañas.
Una vez ahí dentro, el último éxito de Miken sonaba en los auriculares de Salvador con la misma probabilidad que la clásica Grutas del Señor de la Montaña. La chica que se sentaba frente a él leía una parodia de zombies, y el chaval de su izquierda miraba por la ventana. El paisaje que podía contemplarse a través de la ventana de un subtrén era absolutamente sublime, casi tanto como esos valiosos óleos expuestos en los museos, cuyo título solía rezar: “Negro sobre negro”.
Las campanillas atrajeron la atención de los viajantes.
—Estamos llegando a –resonó una voz masculina–Vélez de Ugrún.
En pocos instantes volvería a ocurrir. El ruido, la lucha por salir, la pugna por entrar y la carrera hacia el asiento libre. Sonaba precisamente en esos momentos Grutas del Señor de la Montaña, versión piano. Una magnífica banda sonora para la ocasión en opinión de Salvador, quien observaba con fascinación el caos de partículas humanoides en ebullición.
Escudriñó de reojo al chico que se sentaba a su lado. Seguía mirando por la ventana, que le devolvía a su vez una mirada oscura y fulgente. Salvador había desarrollado una teoría, y era la siguiente: que cuando alguien miraba por las ventanas de un subtrén en el momento en que éste recorría el interior de los túneles, lo que ese alguien en realidad buscaba era acechar algún pasajero con la discreción que le brindaba el reflejo del cristal. Basaba su teoría en la experiencia propia.
¿A quién espiaría? A él no, de seguro, pues su reflejo se vería entorpecido por la materialidad del propio observador. El chaval giró entonces la cabeza hasta mirar al frente, manteniendo la posición unos instantes.
Salvador sonrió mentalmente. Qué coincidencia. Vista. Notó por el rabillo del ojo que su acompañante volvía la suya muy pausadamente, con subrepción. Supo, una vez más por experiencia propia, que intentaba captar un atisbo de la persona con la que compartía asiento, o sea, de él mismo.
Desvió su atención del chico a la lectora, reparando así en que no estaba leyendo ya, sino que lo miraba abiertamente a él; en concreto, tenía los ojos clavados en la parte inferior de su persona. De hecho, advirtió, la señora gorda del otro lado del vagón miraba sus pies con fijeza similar. Y el chico de su izquierda, él también, aunque enseguida se centró otra vez en el cristal.
Salvador se miró los pies.
Llevaba puestas las zapatillas de andar por casa. Eran sumamente cómodas, y por un descosido de la punta asomaba el dedo pulgar de su pie derecho. Ahí empezó el calor. Subió, y no tardó en sentir cómo su rostro lo irradiaba.
—Estamos llegando a –pausa– Salvador.
Era su parada. En todos los sentidos.
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