–Buenos
días –entona al unísono el matrimonio que entra en la consulta.
–Buenos
días –las mismas palabras suenan alegres, salen bailando de la boca de la
doctora. Ella les envía una sonrisa junto con la invitación a tomar asiento y,
simultáneamente, intenta reducir a desorden el caos de la mesa.
Una
mujer y un hombre. Aprovecho para asustarme observando al paciente, ajena al
prodigio que va a acontecer ante mis ojos; ante los de fuera y los de dentro,
que ven lo profundo. Y es que mi maestra en las artes médicas prepara una
lección magistral de las que no se olvidan. Aunque, a la vista de su rutinario
quehacer, se diría que ni siquiera percibe la magia que se está removiendo en
su interior, ese hechizo de hada buena que en pocos minutos conjurará.
Y
lo contemplo a él. A su boca recta. A su gesto adusto. A sus ojos duros. Estoy segura de que sus
labios son de piedra; de una en la que es imposible cincelar esa entrañable
curva cóncava hacia arriba que es la sonrisa. Apostaría por una voz áspera y
cortante; ya la veo, toda colmillos y mirada fiera, agazapada sobre su lengua.
–Y
bueno, cuénteme, Julio, ¡qué le sucede!
El
tono que ella emplea me hace sentir incómoda. Eso, unido al brillo alegre de
sus ojos y a la risa incipiente que hace vibrar amenazadoramente sus fonemas.
Creo que Julio se va a enfadar. Mucho. Pensará que la doctora se está burlando
de él. Regodeándose en su dolor. Porque parece que está, el dolor, en alguna parte
de las entrañas de Julio, dale que te dale, golpeando. Lo digo por cómo se
aprieta con la mano la base de la espalda, y luego la rodilla o qué sé más…
–
Me duele todo, todo. Mire, es que este dolor…
Ataque directo:
–
Julio, ¡está usted muy serio! Qué pasa, ¿está enfadado?
Y
aparece. Bueno, realmente, ya estaba ahí. Pero crece. Y crece, y crece. Una
sonrisa, enorme, como un globo que se hincha. Las comisuras de su boca se
separan una de otra tan rápido que no da tiempo a reaccionar. Y el globo
explota, y toda la risa se derrama por la consulta. Algunos trocitos incluso llegan
hasta las vecinas…
Me
taparía los ojos. Los oídos. Pónganse a cubierto…
Pese
a todo, es imposible que mis labios y los de la esposa no se curven. Los de él,
se empeñan en no hacerlo.
–Ay,
sí. Es que él es así. Muy serio. Mira que le digo que tiene que tener un poco
de buen humor…
–Es
que, usted no sabe lo que es esto. No se lo desearía a nadie, a nadie.
Este
gran conocedor del dolor desgrana con detalle las características del suyo, del
más intenso, desesperante y desolador de todos los que ha padecido. Y los ha
tenido, a lo largo de su biografía, muchos y de diversa índole, pero ninguno de
semejante abolengo, como ese rey de los dolores que ha conquistado ahora el
reino de su cuerpo maltrecho.
–¡Y
pensé que aquel –uno
ya pasado –
era horrible! Pues ahora–
se lamenta – me doy cuenta de que no tenía ni idea
de lo que algo podía doler… Ni de esta postura, ni de aquella… es un
sufrimiento continuo. De verdad que no se lo desearía a nadie, a nadie –repite.
Mientras tanto, aún la doctora no ha
perdido la sonrisa y sus palabras de aliento siguen danzando alegres, desde su
nacimiento en la lengua hasta su perecer en el oído de Julio.
Mientras tanto, hay una cuestión que se
obstina en ser el origen de mis temores: ¿puede uno reírse, tiene uno tan solo
el derecho de bosquejar una expresión alegre en su rostro frente a semejante
surtidor humano de desdicha?
Sin embargo, y pese a mi escepticismo,
el tiempo termina por demostrar la sinrazón de tales miedos. Obtendré, más
tarde, respuesta a mi pregunta tras formularla ante la recetadora de sonrisas,
todavía arrobada e incrédula aun tras ver los resultados con mis propios ojos.
Porque tal es el poder de la brujería del sonreír; del reunir toda la felicidad
que uno encuentra en sí y lanzarla alrededor a puñados, como una lluvia de
confeti.
Julio
no se ha enfadado. Su gesto adusto únicamente ha mudado a sobrio: sin sonrisas
de por medio. ¡Se empeña en ponérselo difícil a la doctora! Sin embargo sí
acontece un cambio y, por alguna razón que mi memoria ha dejado escapar, el
curso del diálogo vira para internarse en temáticas mucho más jugosas, amén de
gratamente familiares.
Sí…
lecturas y lectores.
Julio
se revela como un ávido lector. Acostumbra además a recitar las historias en
voz alta; su mujer por público. Yo no lo puedo evitar y fantaseo con esa escena
tan bucólica de palabras invocadas en la intimidad del hogar. A esas alturas la
pareja ha acaparado mi atención, alcanzando, con una flecha inconsciente pero
acertadamente arrojada, la médula de mi expuesto espíritu literario. Y tampoco
puedo evitar intervenir, si bien con cierto reparo, para hacerle saber a Julio
acerca de ese espíritu, invisible a sus ojos.
Entonces,
se desata una conversación extraña acerca de la lectura. Y, pese a que no está
al alcance de mis recuerdos reproducirla en sus términos exactos, sí que me
gustaría dejar constancia de la extremada sensibilidad de Julio cuando lee. No
pretendo exagerar al decir que, por cómo lo cuenta, casi con tanta pasión como
su dolor real, pareciera vivir las novelas en carne propia. Dime quién soy está leyendo, de Julia
Navarro, y para él es un auténtico tormento afrontar las peripecias de sus personajes,
sean cuales sean, pues yo no las conozco, pese a que dispongo del libro y seré
testigo curiosa de las mismas en cuanto me sea posible.
Empiezo
a preguntarme por qué Julio lee, con todo lo que parece hacerle sufrir; por
otra parte, envidio su extraordinaria capacidad de vivir mil vidas intensas sin
moverse del salón de su casa. Me recuerda un poco Lengua de Brujo, oriundo de Corazón de Tinta, que traía a la vida
real a los personajes de las historias que leía en voz alta…
Mas todo lo bueno se acaba, esto va de Medicina, y es tiempo de despedirse y de
pensar, con pena, que tal vez no vuelva a encontrarme con Julio y su particular
forma de vivir las páginas escritas. Se aproxima el final de la función, el
momento en que los interrogantes se cierran y los intérpretes hacen mutis.
Pero,
¿Julio sonrió? Siento decir, una vez más, que no estoy segura de ello.
Lo
que sí puedo afirmar es que aquellas sonrisas, risas e incluso carcajadas
fueron, de un modo u otro, contagiosas. Sí, incluso para él.
Que
las últimas palabras de Julio antes de abandonar el escenario estuvieron llenas de gratitud, halagos y buenos
propósitos.
Que
la felicidad es el mejor remedio contra la enfermedad.
–Entré hundido, y ahora
me voy mucho más contento. Y voy a intentar no discutir más con mi mujer y estar menos serio. Todo gracias a usted. Ojalá todos los médicos fueran como usted.
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*Este relato está basado en hechos reales, si bien no reproduce con fidelidad los mismos en sus detalles más específicos. Los nombres propios de persona los he omitido o modificado, y su parecido con la realidad, de existir, es totalmente casual.
jaja qué curioso, la verdad es que se lee en apenas 2 minutos. Y encima basado en hechos reales ;)
ResponderEliminarGracias por las sonrisas-
Un beso!
En el tiempo que nos encontramos desde luego las sonrisas son imprescindibles.
ResponderEliminarMe ha encantado, de solo pensarlo, me entra la risa.Jaajaja.Deberías de dejar por aquí más creaciones propias, que no solo reseñas sobre libros(y ahora además entrevistas).
ResponderEliminarUna sonrisa es el mejor antídoto jajajaja.
ResponderEliminarUn beso... o, espera, mejor una sonrisa,
-Á. (¡justo acabo de poner una entrada en mi blog en la que sale mafalda!O.O)
Se recetan sonrisas, :o), qué bonita idea. Me encanta la gente que es capaz de provocar una sonrisa incluso en medio del llanto.
ResponderEliminarBesotes emocionados.